El fuego de los leños crepitaba en las últimas llamas del día. Gabriel dejó el borrador sobre el escritorio de su oficina y fue a descansar. Había trabajado mucho y sentía que su novela iba avanzando. Después de varios días con la hoja en blanco, logró terminar un capítulo más. Fue a dormir pensando cómo continuar. El cuaderno quedó abierto en la última página escrita: Ulises, el protagonista, un joven desquiciado, en un ataque de locura, secuestra a toda una familia.
Mientras el escritor descansaba,
una sombra se levantó desde el manuscrito, tomó la hoja de afeitar que Gabriel
usaba como sacapuntas y cortó la página del cuaderno. La hizo desaparecer en
las brasas de la chimenea.
Cuando el escritor inició su
trabajo al día siguiente, vio extrañado que faltaba algo. Pensó que tal vez no
lo había escrito. Redactó, perplejo, lo que recordaba. En el siguiente capítulo
Ulises eliminaba a cada miembro de la familia. Luego de unas horas, Gabriel
almorzó y salió a caminar unas cuadras.
La brisa fresca lo despejaba. Las ideas comenzaban a aparecer en su mente, las
anotaba en una libreta. Volvió a la oficina respirando aire nuevo y continuó
escribiendo. Mientras él no estaba, Ulises, en la soledad del escritorio, tomó
otra vez la hoja afilada y cortó la última página del manuscrito. No le gustaba
quedar como un villano.
El escritor al ver que otra vez
faltaban páginas, empezó a gritar y maldecir. ¡Aquí hay algo muy raro! ¡Horas,
días trabajando y alguien me está boicoteando la novela! Rojo de indignación
golpeaba sobre el escritorio. Caminaba en círculos hablando solo y tratando de
entender qué pasaba. Hizo un té e
intentó calmarse. Siguió escribiendo, cambió el rumbo de los hechos en la
novela. Pensó que Ulises liberara a los rehenes, uno por uno. Pero ese final no
era muy interesante. Tenía que inventar algo más atractivo. Había que darle
otro giro al relato. Mejor sería que el protagonista se quedara solo con las
mujeres de la familia, las abusara, robara las joyas, los ahorros y escapara.
Las mujeres quedarían amordazadas y dormidas con somníferos que les habría
obligado ingerir.
Esa noche, amparado por la
oscuridad, otra vez el protagonista se levantó como una sombra y arrancó las
hojas recién escritas. Quería salvar a las mujeres.
Cuando Gabriel vio que una vez
más faltaban las páginas, estalló en un arranque de furia, levantó el
manuscrito y lo lanzó al fuego de la chimenea. El humo formó una figura humana
enorme. La sombra arremetió sobre el escritor. Por detrás otras figuras con
forma de mujeres venían también por él. Ulises lo sujetó del cuello hasta
dejarlo sin respiración. Una de las mujeres rescató el manuscrito del fuego con
las pinzas de la chimenea y lo arrojó a su cara. La otra tomó un bidón de
alcohol que había junto al hogar y lo esparció por toda la alfombra. El fuego
se expandió de inmediato. El escritor, moviéndose casi asfixiado, trataba de
deshacerse de las sombras que lo golpeaban y del fuego que lo abrasaba.
Al día siguiente, cuando entró la
mujer de la limpieza a la oficina, lo encontró encogido en una esquina, hecho
un harapo. Estaba envuelto en una manta con el cuerpo temblando. Los ojos
desorbitados saltaban en su cara desencajada y su boca intentaba mascullar
algunas palabras. Junto a él, el manuscrito destrozado, rasgado con cortes de una
hoja filosa.
La mujer no advirtió en ese
momento lo que pasaba a sus espaldas. Desde las brasas de la chimenea, tres
figuras de humo al acecho, se preparaban para saltar sobre ella.


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