De lejos, las luces del puerto aparecían débiles entre la neblina. Estaba llegando al muelle de la vieja Barcelona. Al bajar encontré la ciudad sombría, gótica. Las calles angostas apenas alumbradas con gastados faroles. Las sombras impedían ver más allá de un paso.
Fui hacia
el hotel. Las paredes húmedas, de piedra, brillaban delineando el perfil del edificio.
El conserje tenía una cara muy familiar, que no alcancé a reconocer hasta un momento
después. Fue una sorpresa darme cuenta que era la cara de mi abuelo, muerto
hace más de treinta años. Fui a la habitación que él indicó. Solo. Sentía que ya
había estado en ese lugar alguna vez.
Intenté
dormir. La oscuridad se apoderaba de mí. En mi somnolencia, volvían a la
memoria las visitas al abuelo. Yo era muy chico cuando iba a verlo. Lo amaba
porque era bueno conmigo, pero los años y la enfermedad lo volvieron irascible.
La abuela como una santa lo cuidó hasta el final.
Desperté antes
de la salida del sol y bajé al comedor. Una señora con delantal y cofia preparaba
el desayuno. No había más huéspedes. Sobresaltado vi la cara de mi abuela en la
señora. No entendía nada. En ese momento reconocí que el hotel era la casa de mis
abuelos. Turbado miré por la ventana, la ciudad seguía en penumbras. Tomé el café
para aclarar las ideas y guardé el cuaderno que llevaba en el bolso. Salí del
hotel, confundido y cercado por miedos y temores.
Caminé por
las calles, mientras recorría con la mirada la multitud de caras inesperadas
que aparecían desde lejos, que me miraban como para hacerse reconocer, como
para reconocerme, como si me hubieran reconocido. Me angustié al darme
cuenta que ya no estaba en Barcelona, sino en Adelma, la ciudad de los
muertos de Calvino. Una horda de hombres vivos con cara de muertos, o
muertos vivientes, comenzó a rodearme. Sentí un fuerte olor a flores de cementerio.
Sus ropas andrajosas y fétidas causaban repulsión.
Reconocí a
algunos de ellos, sus caras se veían desfiguradas por el tormento. Advertí que
estaba en la eternidad del infierno, pero no había fuego. Se acercaban a mí
señalándome con sus huesudas manos. Comprendí que mi muerte estaba cerca. Asustado
pasó ante mí todo lo que hice en mi vida. Como si fueran jueces que conocieran
mis acciones, miraban fijamente con sus ojos amarillos. Se acercaban cada vez
más, no tenía espacio para escapar. Comenzaron a empujar. Yo trataba de rechazarlos
a manotazos. Se arrojaron sobre mí como cuervos hambrientos. Con los brazos cubrí
mi cuerpo para que no me lastimaran. El sordo murmullo tenebroso que emitían, ahogaba
mis gritos. Alrededor la ciudad seguía en tinieblas. Me golpearon, tiraron al
suelo y pisotearon hasta dejarme destrozado. Al verme sin aliento, se retiraron.
Apenas había llegado a Adelma y ya era uno de ellos, me había pasado de su
lado.
De pronto,
otra mano huesuda tocó mi hombro. Una señora con delantal y cofia, que no era
mi abuela, alarmada por los gritos llamó para despertarme.
Me levanté,
sobresaltado, confundido y golpeado por dentro. Convencido que en Adelma, el
más allá, no es feliz.
Abril/2024
Publicado en la Antología "Escritos de viajes" del Taller Una Voz que cuenta - Octubre/2024
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