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sábado, 20 de septiembre de 2025

Cuento: "El día D" (Inspirado en “Los que se van de Omelas” de Úrsula K. Le Guin. ¿Dónde van los que se marchan de Omelas?)

        lustración de Eva Vázquez para la edición de Nórdica 
        de Quienes se marchan de Omelas, de Ursula K. Leguin.


La tarde en Omelas hervía por el calor estival. La procesión de la Fiesta de verano seguía hacia la gran pradera de los campos verdes. El ritmo de la música era ligero y se escuchaban estruendos de tambores y platillos. La gente acompañaba bailando. Karl, el niño de la flauta de madera, interpretaba su parte de la melodía, sentado al borde de la multitud. Quería pasar más desapercibido que de costumbre. Sabía que había llegado el día D.

Sus dos hermanos mayores y dos amigos más, planearon todo. Estaban en las cercanías del edificio público que albergaba en los sótanos al niño abandonado.

Ni Karl, ni sus hermanos, ni los amigos de los hermanos, entendían por qué esa criatura tenía que sufrir hambre, desamparo y desprecio. Desde la primera vez que lo vieron en la profundidad del edificio, impresionados y disgustados, se llenaron de cólera ante las oscuras explicaciones que le dieron los adultos. ¿Por qué un niño debía pagar con su vida y sufrimiento la felicidad de otros?  Su impotencia no quedó en un simple deseo de justicia. Querían desenmascarar la mentira de la falsa verdad: la felicidad de todos se consigue gracias a la infelicidad de uno. Entonces, idearon un plan, para ello necesitaban conseguir drozz, mucho drozz, lo cual no fue difícil porque la sustancia abundaba en la ciudad y circulaba sin controles.

La mañana previa a la celebración del verano, esparcieron la droga en las cisternas que almacenaban  el agua proveniente de las vertientes del norte. El clima tórrido durante la tarde, hizo lo suyo. La gente tenía más sed que de costumbre y recurría a las fuentes públicas para saciarla. Los aspersores de riego del césped, también lanzaban agua con drooz. Se empezaba a sentir el difuso perfume de la droga que los excitaba. El agua que bebían tenía un dulzor familiar. Se veían más entusiasmados y felices, esa era la primera reacción. Todos hablaban, cantaban y bailaban con más energía que lo normal. Luego vino el segundo efecto del drooz, y se dejaron llevar por sus pasiones sexuales. El campo verde ya no era la peregrinación de todos los años, sino que se estaba convirtiendo en una orgía, donde cada uno buscaba a otro – no importaba si varón o mujer- para hacer lo que su instinto carnal le mandaba, aún más allá de toda imaginación.

Los guardias del edificio que albergaba al inocente niño también bebieron agua y se dejaron subyugar por los efectos de la droga abandonando sus puestos hacia los festejos. Los muchachos, escondidos detrás de unos árboles, sudorosos y expectantes, entraron y recorrieron los pasadizos oscuros mientras Karl, con su flauta de madera, hacía de vigía tocando su música. Sabían que debían ser muy rápidos. Atravesaron varias puertas hasta llegar al subsuelo, encontraron al niño flaco y desnutrido que se despertó de su letargo sin entender demasiado, pero al ver el grupo de jóvenes, su cara asustada esbozó una sonrisa. Los rescatistas, venciendo el asco por el hedor de las heces y la mugre acumulada, lo levantaron con suavidad y salieron del edificio, juntos.  

En la zona de festejos la multitud alcanzaba el tercer efecto del drooz. Estaban exhaustos, los cuerpos desnudos entrelazados y dormidos sobre el césped. Era el momento justo para atravesar los campos verdes y continuar hacia el río. Al llegar se zambulleron en el agua segura, sin drozz, el semblante del niño comenzaba a cambiar y el de ellos también. Sacaron de las mochilas ropa y ayudaron a vestirlo, comieron juntos y le dieron un nombre: Theo. Desde la orilla del río podía vislumbrarse el sopor en que continuaba la ciudad.

Antes de que caiga la noche se internaron en el bosque, caminaron tranquilos al paso de Theo que iba recuperando fuerzas, seguros de que ya sería tarde cuando noten su ausencia, hijos de orgías populares, cada niño tenía varios hogares a modo de comunidades que se responsabilizaban por su crianza. El propósito del grupo era atravesar los bosques y montañas para llegar a la ciudad de Portwen. Llevaban suficiente agua y alimentos para varios días.

Después de cinco días de caminata llegaron a los suburbios de Portwen, se refugiaron en una fábrica abandonada e hicieron de ella, su hogar. Los mayores del grupo salieron en busca de alimentos para los menores y trabajo para ellos. La ciudad portuaria necesitaba siempre mano de obra dispuesta.  Theo quedó al cuidado del niño flautista, ganaba peso y viveza para hablar, al cabo de un tiempo comenzó a parecerse al niño de diez años que en realidad era. El grupo se transformó en familia, cuidaban unos de otros, compartían un secreto y una hazaña.  

¿Qué pasó en Omelas cuando se dieron cuenta que liberaron al niño? ¿Buscaron otro para reemplazarlo? ¿Una nueva víctima para la felicidad de los demás? o ¿Tomaron conciencia de que la felicidad depende más de cada uno que de otros?

Pretender despertar de su cómoda inconciencia y cambiar la mentalidad de esa población, parecería una misión inalcanzable. Pero quien sabe, tal vez en un futuro, algunos de estos jóvenes que sintieron en su propia carne la injusticia de semejante contrasentido, vuelva a ella para intentar algo distinto.

Por ahora, al menos Theo, ya está a salvo.

 

Agosto/2024

Publicado en la Antología "Escritos de viajes" del Taller Una Voz que cuenta - Octubre/2024

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