lustración de Eva Vázquez para la edición de Nórdica
de Quienes se marchan de Omelas, de Ursula K. Leguin.
La tarde en Omelas hervía por el calor estival. La procesión de
la Fiesta de verano seguía hacia la gran pradera de los campos verdes. El ritmo
de la música era ligero y se escuchaban estruendos de tambores y platillos. La
gente acompañaba bailando. Karl, el niño de la flauta de madera, interpretaba
su parte de la melodía, sentado al borde de la multitud. Quería pasar más
desapercibido que de costumbre. Sabía que había llegado el día D.
Sus dos hermanos mayores y dos amigos más, planearon todo. Estaban en
las cercanías del edificio público que albergaba en los sótanos al niño
abandonado.
Ni Karl, ni sus hermanos, ni los amigos de los hermanos, entendían por
qué esa criatura tenía que sufrir hambre, desamparo y desprecio. Desde la
primera vez que lo vieron en la profundidad del edificio, impresionados y disgustados,
se llenaron de cólera ante las oscuras explicaciones que le dieron los adultos.
¿Por qué un niño debía pagar con su vida y sufrimiento la felicidad de otros? Su impotencia no quedó en un simple deseo de
justicia. Querían desenmascarar la mentira de la falsa verdad: la felicidad de todos
se consigue gracias a la infelicidad de uno. Entonces, idearon un plan, para
ello necesitaban conseguir drozz, mucho drozz, lo cual no fue difícil porque la
sustancia abundaba en la ciudad y circulaba sin controles.
La mañana previa a la celebración del verano, esparcieron la droga en
las cisternas que almacenaban el agua
proveniente de las vertientes del norte. El clima tórrido durante la tarde, hizo
lo suyo. La gente tenía más sed que de costumbre y recurría a las fuentes
públicas para saciarla. Los aspersores de riego del césped, también lanzaban
agua con drooz. Se empezaba a sentir el difuso perfume de la droga que los excitaba.
El agua que bebían tenía un dulzor familiar. Se veían más entusiasmados y
felices, esa era la primera reacción. Todos hablaban, cantaban y bailaban con
más energía que lo normal. Luego vino el segundo efecto del drooz, y se dejaron
llevar por sus pasiones sexuales. El campo verde ya no era la peregrinación de
todos los años, sino que se estaba convirtiendo en una orgía, donde cada uno buscaba
a otro – no importaba si varón o mujer- para hacer lo que su instinto carnal le
mandaba, aún más allá de toda imaginación.
Los guardias del edificio que albergaba al inocente niño también
bebieron agua y se dejaron subyugar por los efectos de la droga abandonando sus
puestos hacia los festejos. Los muchachos, escondidos detrás de unos árboles,
sudorosos y expectantes, entraron y recorrieron los pasadizos oscuros mientras Karl,
con su flauta de madera, hacía de vigía tocando su música. Sabían que debían
ser muy rápidos. Atravesaron varias puertas hasta llegar al subsuelo, encontraron
al niño flaco y desnutrido que se despertó de su letargo sin entender demasiado,
pero al ver el grupo de jóvenes, su cara asustada esbozó una sonrisa. Los
rescatistas, venciendo el asco por el hedor de las heces y la mugre acumulada,
lo levantaron con suavidad y salieron del edificio, juntos.
En la zona de festejos la multitud alcanzaba el tercer efecto del drooz.
Estaban exhaustos, los cuerpos desnudos entrelazados y dormidos sobre el césped.
Era el momento justo para atravesar los campos verdes y continuar hacia el río.
Al llegar se zambulleron en el agua segura, sin drozz, el semblante del niño
comenzaba a cambiar y el de ellos también. Sacaron de las mochilas ropa y
ayudaron a vestirlo, comieron juntos y le dieron un nombre: Theo. Desde la
orilla del río podía vislumbrarse el sopor en que continuaba la ciudad.
Antes de que caiga la noche se internaron en el bosque, caminaron tranquilos
al paso de Theo que iba recuperando fuerzas, seguros de que ya sería tarde cuando
noten su ausencia, hijos de orgías populares, cada niño tenía varios hogares a
modo de comunidades que se responsabilizaban por su crianza. El propósito del
grupo era atravesar los bosques y montañas para llegar a la ciudad de Portwen.
Llevaban suficiente agua y alimentos para varios días.
Después de cinco días de caminata llegaron a los suburbios de Portwen,
se refugiaron en una fábrica abandonada e hicieron de ella, su hogar. Los mayores
del grupo salieron en busca de alimentos para los menores y trabajo para ellos.
La ciudad portuaria necesitaba siempre mano de obra dispuesta. Theo quedó al cuidado del niño flautista,
ganaba peso y viveza para hablar, al cabo de un tiempo comenzó a parecerse al
niño de diez años que en realidad era. El grupo se transformó en familia,
cuidaban unos de otros, compartían un secreto y una hazaña.
¿Qué pasó en Omelas cuando se dieron cuenta que liberaron al
niño? ¿Buscaron otro para reemplazarlo? ¿Una nueva víctima para la felicidad de
los demás? o ¿Tomaron conciencia de que la felicidad depende más de cada uno que
de otros?
Pretender despertar de su cómoda inconciencia y cambiar la mentalidad de
esa población, parecería una misión inalcanzable. Pero quien sabe, tal vez en un
futuro, algunos de estos jóvenes que sintieron en su propia carne la injusticia
de semejante contrasentido, vuelva a ella para intentar algo distinto.
Por ahora, al menos Theo, ya está a salvo.
Agosto/2024
Publicado en la Antología "Escritos de viajes" del Taller Una
Voz que cuenta - Octubre/2024
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